Humanista de primera hora, reformador religioso, mecenas, bibliófilo e introductor de la imprenta en España.
Nacido entre 1436 y 1438 del matrimonio formado por Diego Arias Dávila, contador mayor de Enrique IV, y Elvira González, desde su juventud fue destinado a la carrera eclesiástica, pues era el hermano menor. Así, sus primeros estudios tuvieron lugar en Segovia, pasando después a la Universidad de Salamanca, donde fue recibido en el elitista colegio de San Bartolomé para estudiar derecho y cánones. Allí fue alumno del maestro Juan Alfonso de Benavente, bajo cuya tutela obtuvo la licenciatura en Decretos.
En la reseña biográfica que del obispo trazó Tarsicio de Azcona se nos afirma que durante esta etapa de formación tuvo relación con Alonso de Cartagena, cuya contribución a su desarrollo intelectual y moral habría que valorar en su justa medida, en vista de la destacada actuación que el hijo menor de Don Pablo de Santa María había tenido en el concilio de Basilea, y su prestigio intelectual, acrecentado con las alabanzas que le había dedicado el humanista Eneas Silvio Piccolomini, que después sería elevado al pontificado como Pío II, y que sería también el que nombraría a D. Juan administrador de la diócesis de Segovia con solo 24 años.
En 1455 fue nombrado capellán de Enrique IV y tres años después obtuvo el oficio de protonotario apostólico. En el curso de los años siguientes alcanzó innumerables beneficios y prebendas en las diócesis de Segovia, Burgos, Córdoba y Sevilla, entre ellos el de deán de Segovia, cargo este que le colocaba en una posición destacada para dar el salto a la dignidad episcopal. Paralelamente a esta actividad eclesiástica, y apoyado en su formación jurídica, inició su actividad jurisdiccional al ser nombrado oidor de la Audiencia regia en 1458.
Fallecido el obispo de Segovia Fernando López en 1460, Pío II nombró a Juan Arias Dávila administrador de la diócesis de Segovia el 9 de febrero de 1461, ya que no podía ser ordenado obispo por no tener la edad canónica para ello. Fue Pablo II quien autorizó su ordenación episcopal el 7 de octubre de 1466, cumplidos los 28 años y medio. Desde que accedió al gobierno de la diócesis, su dinamismo le movió a actuar en diferentes campos, en la mayoría de los cuales obtuvo notables resultados.
Una de sus primeras actuaciones se dirigió a descubrir los huesos de San Frutos que, según la tradición, se hallaban en la catedral vieja, junto al Alcázar. Se hallaron los huesos finalmente, lo que debió suponer una operación propagandística de gran calado, prestigiando la figura de su promotor.
También durante sus años de administrador promovió en Segovia la fundación de un estudio de gramática, lógica y filosofía moral encaminado fundamentalmente a elevar la formación del clero diocesano, y como puerta de acceso a las corrientes humanísticas que el obispo defendía. Para este estudio obtuvo de Enrique IV una renta anual de 38.000 maravedíes, y hay que pensar que el establecimiento de una imprenta en Segovia estaría encaminado a la dotación de textos para este estudio como podemos deducir de los títulos que se imprimieron en la oficina de Párix.
Otro campo en el que actuó nuestro obispo con gran éxito fue el de la recuperación de las propiedades de la mesa episcopal que le habían sido arrebatadas por eclesiásticos y laicos, tanto de la diócesis como de fuera. Para alcanzar este objetivo alcanzó del Papa el nombramiento de jueces conservadores que le ayudaran en la tarea.
Vistos los buenos resultados que el aún administrador de la diócesis segoviana estaba obteniendo y los buenos servicios que a la Corona habían prestado tanto el contador como sus hijos, Enrique IV nombró en 1465 a Juan Arias Dávila miembro del Consejo Real.
Con los datos apuntados no debe extrañarnos la poderosa imagen que proyectaba el obispo en la corte segoviana. Conservamos el relato de Gabriel Tetzel, cronista que describió el viaje que efectuó por España y Portugal en el año de 1466 el Barón León de Rosmithal de Blatna, cuñado del Rey Jorge de Bohemia, acompañado de cuarenta caballeros. La crónica es bastante expresiva:
“En la ciudad de Segovia hay un obispo poderoso, acaso más que el mismo monarca, que invitó también a su palacio a mi señor y le honró extraordinariamente.”
Aún así no todo eran buenas noticias en la familia Arias Dávila. En 1462, nacida la princesa Juana, hija de Enrique IV y de la reina Juana de Portugal, los nobles, que ya anteriormente habían intentado anudar una liga para presionar al Rey y conseguir un gobierno oligárquico, fueron, algunos de ellos obligados según dijeron, a jurarla como princesa de Asturias en las Cortes de Madrid del mismo año. Inmediatamente después de la jura, la liga de nobles otra vez conformada por el marqués de Villena, en realidad para intentar desplazar a Beltrán de la Cueva del valimiento que ostentaba con el Rey, le acusaron de intentar presentar a la princesa Juana como hija suya, cuando en realidad lo era de Beltrán de la Cueva, motivo por el cual la posteridad le puso el apodo de “la Beltraneja”.
Esto desencadenó la guerra civil en Castilla y la sucesión de diferentes alternativas entre los bandos contendientes. El 5 de junio de 1465, el grupo más numeroso de la nobleza rebelde se reunió en Ávila, donde destituyeron al Rey, elevando al trono a su hermano Alfonso en la llamada Farsa de Ávila. Con ello quedó Castilla dividida en dos parcialidades que procedieron a recompensar a sus fieles con las heredades, bienes y dineros que habían embargado a sus súbditos no declarados. Con esta situación, Diego Arias Dávila, fiel a Enrique IV, perdió una buena parte de sus bienes radicados en muchas de las provincias de Castilla tomadas por el bando rebelde, hasta el punto de que en su testamento, al hablar sobre su postrer matrimonio con María Palomeque, se queja amargamente de la fortuna al decir:
… despues que con ella case non ovimos ganado nin yo por mi parte valia 10 maravedis …
En los primeros días de enero de 1466 había fallecido el poderoso contador de Enrique IV Diego Arias Dávila, y, apenas unos días después, el Rey otorgó a los hermanos Arias Dávila una carta de finiquito por las deudas que el fallecido pudiera tener con la Hacienda Real.
ACP (PU 110-14): Carta de finiquito de las obligaciones que Diego Arias Dávila pudiera haber contraído con la Real Hacienda (Segovia, 17 enero 1466)
A pesar de la buena relación que existía entre los hermanos, había un tema espinoso que estaba sin resolver a la muerte del contador, y era el relativo al reparto de su herencia. Diego Arias había fundado un mayorazgo en cabeza de su hijo Pedro, el primogénito, el 14 de abril de 1460, mayorazgo que había sido aprobado por el obispo. Posteriormente, el 9 de febrero de 1462 dispuso un nuevo mayorazgo del que quizá no estaba enterado el prelado y al que se referían sus últimas voluntades. El testamento de Diego había dejado dispuesto que sus bienes libres, no vinculados, se repartieran entre los tres hermanos por igual, y en esto no estaban de acuerdo ni el obispo ni Isabel, casada con Gómez González de la Hoz. Ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo, los tres hermanos decidieron deponer sus querellas y encargar la resolución de las mismas a un juez árbitro, que en este caso fue Fernando González de Toledo, miembro del Consejo Real. La sentencia arbitraria dispuso que Pedro renunciaría a su parte de los bienes libres, y de estos se harían tres partes, una para Isabel y dos para el obispo.
Dueño de una importante fortuna y obispo de Segovia, con menos de treinta años, Juan Arias Dávila parecía colocado en una excelente posición para escalar los más altos destinos en el ámbito político y eclesiástico. No obstante, su carrera se truncó después de su acceso al episcopado debido a dos circunstancias adversas que impidieron que ascendiera en la carrera de honores. Por una parte, cuando el Rey apresó a su hermano Pedrarias, también dio una orden de prisión contra el obispo, más los que fueron a buscarle no lo encontraron.
Cuando Pedrarias estuvo libre, él y su hermano, que se habían desnaturalizado, pensaron en ofrecer sus servicios al bando del príncipe Alfonso, movidos por la desafección del Rey y los requerimientos que para ello les hacían diferentes personajes del partido rebelde entre los cuales destacaba el arzobispo de Sevilla, Alonso Fonseca y sus acólitos, que habían contactado con Pedrarias con el objeto de atraerle a la bandería del Príncipe Alfonso, entonces liderada por el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo.
Tras una laboriosa negociación, cuyos capítulos más importantes se contienen en el documento que mostramos a continuación, los alfonsinos se comprometieron a mantener a Pedrarias en los cargos y oficios que tenía de Enrique IV y éste debería entregar la ciudad de Segovia a cambio. Los sublevados juntaron un contingente con fuerzas estacionadas en Olmedo y Portillo y se desplazaron a Segovia, aprovechando la ausencia del Rey; penetraron en la ciudad por el postigo del obispo, seguramente ayudados por algún criado de D. Juan, controlando la ciudad en breve espacio de tiempo
ACP (MAENZA 13-24): Provisión del Príncipe Alfonso, que firma como Rey, aprobando las capitulaciones que celebraron en su nombre el arzobispo Carrillo y D. Juan Pacheco con Pedro Arias Dávila, obligándose este a poner bajo su dominio la ciudad de Segovia (Segovia, 27 septiembre 1467)
No obstante, la movilidad del panorama político castellano no permitió a los hermanos un disfrute pacífico de las ventajas logradas. Apenas un año después, en julio de 1468, la muerte del príncipe Alfonso vino de nuevo a poner en cuestión todas las alianzas. Bajo la tutela del marqués de Villena, que había recobrado el favor del Rey, los dos hermanos se acercaron de nuevo a éste y acabaron por volver a su obediencia, obteniendo del Rey el perdón tras la devolución de la ciudad de Segovia; pero la estrecha relación que habían mantenido con anterioridad se había roto para siempre. En busca de protectores, y de una fidelidad que seguir sin sobresaltos, se acercaron entonces al partido de la princesa Isabel, y debieron de hacerlo de una forma bastante ostensible, pues después del pacto de Guisando en que Enrique IV concedió la sucesión a su hermana Isabel, el Rey ordenó a los hermanos que salieran de Segovia; y desde entonces y hasta la muerte del Rey, residieron en Turégano o Torrejón de Velasco, señoríos del obispo y de Pedrarias respectivamente, lugares donde trabajarán por los intereses de Isabel y Fernando. Fue en Turégano donde el obispo ejecutó, el 4 de enero de 1469, la falsa bula de consanguinidad que se presentó para dar validez al matrimonio de Isabel con Fernando. Recapitulando: la primera de las causas que interrumpió la progresión en la carrera del obispo fue su indisposición con el Rey Enrique IV y las sucesivas denuncias que este elevó al Papa quejándose de las actividades partidarias de Don Juan Arias, por las que éste llegó a ser convocado para justificarse en Roma.
ACP (PU A-3g): Carta de finiquito de Enrique IV a favor de Pedro Arias Dávila, de su hermano el obispo de Segovia, y de Luis de Mesa, de las rentas reales situadas en Segovia durante el alzamiento de esta ciudad contra su autoridad (Casarrubios, 27 septiembre 1468)
Reinando ya los Reyes Católicos, y a pesar de los buenos oficios prestados por los dos hermanos durante su reinado, el obispo se vio frenado en su ascenso por su enfrentamiento con Andrés Cabrera, marido de Beatriz de Bobadilla, íntima amiga de Isabel la católica. Andrés Cabrera, mayordomo del Rey Enrique y alcaide del alcázar de Segovia, había desempeñado un papel esencial en el advenimiento a la corona de Castilla de Isabel la católica sirviendo de puente entre el fallecido rey y su hermana Isabel y propiciando un encuentro entre ellos. La reina estaba por ello muy agradecida al matrimonio Cabrera, y todo ello además del cariño que tenía a Beatriz, su amiga de la infancia. El obispo, que no podía aceptar con indiferencia el haber sido relegado a una segunda fila en su ciudad natal, muerto ya su hermano Pedro, intentó todo tipo de medios, incluso del fomento de una sublevación contra el Alcázar, del que Cabrera era alcaide, para atacarle, siendo correspondido por este con un trato semejante. Pero, en último término, la reina siempre se inclinaba por Cabrera que era uno de sus principales consejeros.
Ya avanzado el reinado, otro suceso vendría a añadirse a lo ya expuesto en detrimento de las perspectivas del obispo. El establecimiento de la Inquisición en España por una bula de Sixto IV, a finales de 1485, tuvo consecuencias para la familia Arias Dávila. Al poco tiempo de instalarse la Inquisición en Segovia, comenzaron a reunirse indicios y testificaciones contra diferentes miembros de la familia Arias, singularmente contra Diego Arias, fundador del linaje, y su segunda mujer, Elvira González, padres del obispo, y contra su abuela materna, Catalina. Podemos imaginar la sorpresa del obispo ante estas actuaciones, aún más si, como proponen algunos estudiosos, D. Juan había reclamado la instalación de esta institución en España. Tampoco podemos echar en olvido las rivalidades latentes en la política castellana del momento y en particular el enfrentamiento entre Andrés Cabrera y nuestro obispo, pues poner en cuestión el prestigio y honorabilidad de la familia en Segovia sin duda hacía más fácil para Cabrera el dominio de la ciudad, cuyos resortes de poder controlaba, aunque inquietado de cerca por las influencias y los medios que aún poseían los descendientes del Contador, antes todopoderoso en la ciudad del Eresma.
Por otra parte, junto con estas intervenciones inquisitoriales se iba extendiendo una cierta suspicacia hacia los conversos, incluso en los medios dirigentes, ante la publicidad de unos hechos, antes no suficientemente divulgados, que podían parecer escandalosos. En este orden de cosas, el Papa dirigió varios breves a los arzobispos de Toledo y Santiago pidiéndoles que los obispos de origen judío no pudieran intervenir en las causas de fe; y a los vicarios que sustanciaban estos procesos se les examinaran con minuciosidad sus actuaciones, por entender que podían ser influidos por sus obispos.
Ante los envites de la Inquisición, el obispo, como buen jurista, intentó ralentizar el proceso, recusando a los jueces y fiscales, y con otros procedimientos dilatorios, pero sus intervenciones no tuvieron el éxito que esperaba y ya en 1490, convencido de que su mejor opción era acudir a Roma en defensa de su causa, partió hacia la sede apostólica donde no tenía duda de ser bien recibido merced a su amistad con Rodrigo de Borja, entonces vicecanciller de la Sede Apostólica, que sería Sumo Pontífice en 1492. En efecto, en Roma y apartado de las turbulencias políticas de Castilla, en poco tiempo alcanzó una sentencia favorable del cardenal alejandrino por la que tanto él como sus progenitores quedaban absueltos del delito de herejía. No obstante, D. Juan sabía que esta sentencia romana no tenía ninguna validez en España y por ello intentó que la causa fuera transferida a Roma, cosa que no logró. A la muerte del obispo, parece que este proceso se archivó en España, pues no se tiene constancia de ninguna sentencia. Para evitar previsibles molestias, D. Juan estableció definitivamente su residencia en Roma, donde el Papa le encargó sucesivas misiones diplomáticas. El 20 de octubre de 1497 otorgó su testamento en Roma, documento importante no tanto por su contenido en mandas y fundaciones como por los datos sobre su vida y actuaciones que refleja, datos que nos sitúan ante una personalidad de primera magnitud en la Castilla de su tiempo. Fallecido el obispo en Roma, éste había dispuesto que su cuerpo fuera inhumado en el monasterio franciscano de San Jerónimo de Roma desde donde debería ser trasladado a Segovia en el plazo de dos años para ser sepultado junto a sus antecesores en la diócesis. Este encargo a su sobrino, Pedrarias Dávila, destinatario de su mayorazgo, sería cumplido finalmente por éste mediante un convenio suscrito con el cabildo catedralicio. El cuerpo del obispo sería depositado en el altar del crucifijo de la catedral de Santa María como había dispuesto de forma “que la piedra de encima de la sepoltura no sea mas abaxada ni levantada o alta quel pavimento o empedramiento de la dicha iglesia”.
La actividad del obispo a lo largo de su vida se proyecta sobre diferentes ámbitos, como ya hemos dicho, y ahora vamos a examinar sus logros más importantes en cada uno de ellos, comenzando por el eclesiástico pues, aunque humanista de convicción y muy influido por el espíritu del Renacimiento, D. Juan se tomó muy en serio su ministerio episcopal y las reformas que demandaba la clerecía segoviana.
En sus relaciones con Roma mantuvo siempre una sintonía muy estrecha que se mantendría en diferentes frentes, incluso el militar, hasta el punto de que él fue el encargado en los años setenta por Sixto IV de recuperar la diócesis de Osma para su titular, Francisco de Santillana, que había sido privado de la misma por un hermano del conde de Castro. Este era un encargo de notable dificultad pues nuestro obispo, que para llevarlo a cabo tuvo que reclutar un pequeño ejército con el cual pudo expulsar a los ocupantes y devolver su posesión a Santillana, todo ello sufragado con su propia fortuna, como él mismo mecionó en su testamento. De la misma manera, explicaba Juan Arias Dávila en sus últimas voluntades cómo en cierta ocasión tuvo que auxiliar al legado pontificio Antonio de Véneris con cien doblas para ponerse a salvo de la persecución de Enrique IV, que no le perdonaba su papel, fundamental, en el logro de los pactos de Cadalso-Cebreros en el que el rey había reconocido la sucesión de la princesa Isabel. Ya establecido en Roma, Alejandro VI le nombró delegado papal para asistir a la coronación de los reyes de Nápoles Alfonso II y Fadrique, en 1494 y 1496.
Sin embargo, en el campo donde más éxitos obtuvo y su labor tuvo una mayor proyección fue como reformador religioso del clero secular y de las órdenes regulares. Ya en 1472, muy consciente de la vida disoluta que practicaban buen número de los clérigos de su diócesis y de la falta de instrucción de que hacían ostentación, tomó la decisión de convocar un sínodo diocesano, pues pensaba, con buen criterio, que si los que debían predicar el dogma no estaban instruidos en la doctrina difícilmente podrían catequizar a los fieles y, si no eran capaces de predicar con el ejemplo de una vida irreprensible, los buenos cristianos se alejarían de ellos. Esto es lo que estaba sucediendo en esos momentos en que duelos, raptos, absentismo, relaciones concubinarias y otros excesos eran comunes entre una clerecía que, a menudo, había obtenido la tonsura con el único objeto de sustraerse a la jurisdicción civil, más rigurosa que la eclesiástica. Hagamos una breve recapitulación de lo que estaba sucediendo por entonces en Europa:
Ya en el siglo XIV pero aún más en el XV, se había producido un contraste muy significativo entre la piedad del pueblo, muy floreciente, que se mostraba en la multiplicación de prácticas religiosas como los oficios de difuntos, lectura de devocionarios y libros penitenciales, peregrinaciones, hermandades piadosas, todo ello acompañado de una espléndida celebración de la liturgia, con coros y órgano, y el vaciamiento interno de estas prácticas dirigidas por una estructura eclesiástica poco convencida de su verdadero papel entre la masa de los fieles y que practicaba una fe muy relajada que prestaba más atención a su posición social y económica que a sus obligaciones pastorales. A ello hay que añadir que el Cisma de Occidente que había permitido la existencia de dos, y hasta tres papas simultáneamente, escandalizaba a la gran mayoría del pueblo cristiano, y con ello se iba extendiendo una conciencia crítica que había cuajado en diversos movimientos de regeneración eclesiástica y vuelta a los orígenes del cristianismo. Esta necesidad de reforma se extendía no solo entre el pueblo llano sino también entre las clases más cultas de la sociedad. John Wycliff, que había estudiado y obtenido la licenciatura en Teología en la Universidad de Oxford, fue uno de los primeros que denunció esta situación cargando contra las riquezas del clero y la falta de piedad y de compromiso de los sacerdotes. La relajación moral de la Iglesia Anglicana, patente entre los cristianos de este reino, y la defensa cerrada de los pobres que predicaba Wycliff, permitió que éste, protegido por el fervor popular y los dirigentes de la propia universidad, así como por algunos grandes señores de la Corte, continuara con sus predicaciones contra los intentos de la autoridad civil y eclesiástica de neutralizarlo. Murió en 1384 y solo en 1414 fue condenado por el Concilio de Constanza a que fueran quemados en la hoguera tanto sus huesos como sus libros. La herencia de Wycliff transmitida por sus discípulos, los lollards, y por sus obras, ampliamente difundidas, fue recogida algunos años después por Jan Hus, nacido en 1415 en Bohemia, que también denunció la corrupción moral de la iglesia a la par que rechazaba el enriquecimiento del clero, fijando la autoridad suprema y guía de todos los cristianos en la Biblia. Al contrario que Wycliff, Hus si pudo ser aprehendido por sus detractores que le condujeron ante el Concilio de Constanza donde fue condenado por hereje y quemado en esta misma ciudad en 1415. Al tratar de los males de la comunidad cristiana todos estos reformadores, y algunos otros, hacían hincapié en la degradación a la que habían llegado las órdenes religiosas, especialmente los mendicantes, franciscanos y dominicos, que tenían un papel relevante en la marcha de la Iglesia. La relajación mundana de estas órdenes favoreció un movimiento interno dentro de las mismas que, apoyado por parte de la jerarquía eclesial y de los poderes temporales, cristalizó en la llamada disciplina observante que reclamaba una vuelta rigurosa a la regla primitiva de cada una de estas órdenes; por su parte, los frailes que mantenían una regla más relajada se agruparon en los llamados cenobios conventuales. En esta situación de enfrentamiento entre observantes y conventuales, y de relajación de la disciplina eclesiástica entre los clérigos en general, se encontraba Castilla durante el pontificado de Juan Arias Dávila en Segovia.
De los tres sínodos que convocó Arias Dávila, en 1472 en Aguilafuente, en 1478 en Segovia y en 1483 en Turégano, el primero, el de Aguilafuente, es sin duda el más importante, no solo por su relación con el primer impreso publicado en España sino porque sus disposiciones contenían una reglamentación muy completa orientada a la reforma de los usos y costumbres del clero en la diócesis segoviana. También es necesario destacar como novedad propia de este sínodo, y como signo de los nuevos tiempos, la asistencia de gran número de autoridades y representantes civiles de la ciudad y su tierra. Hay que decir que algunas de sus disposiciones serían tratadas nuevamente en sucesivos concilios provinciales y nacionales y serían también objeto de preocupación por los Reyes Católicos, lo que nos da una idea del acierto con que el obispo diagnosticó los males del clero de su tiempo. Un año después de Aguilafuente, el arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo, convocó un concilio provincial de todo el arzobispado en Aranda, al que asistió nuestro obispo, y en el que parece que repercutió de forma muy directa el de Aguilafuente.
En la Congregación General del clero de Castilla, celebrada en Sevilla en julio de 1478, D. Juan tuvo una presencia destacada y en ella actuó de presidente, en sustitución del Cardenal Mendoza, encomendándose después a los procuradores que D. Juan tenía en Roma las solicitudes que la congregación elevó a la Santa Sede; y siendo elegido comisario, además, hasta la celebración de la próxima congregación.
También se implicó en la reforma de las órdenes religiosas, especialmente en la de los franciscanos, por los que los Arias Dávila sentían una gran devoción, como puede apreciarse por sus mandas testamentarias y el destino de buen número de las vocaciones religiosas de la familia. Por otra parte, de acuerdo con los reyes y a veces como mandatario suyo, pues es bien conocida la acogida favorable que la reforma de las órdenes hallaba en la reina católica, intervino en la reunión de los profesos franciscanos de Segovia que se hallaban disgregados en dos conventos, observante el uno y conventual el otro. Por mediación del Conde de Tendilla, embajador en Roma, consiguió una bula de Inocencio VIII que le autorizaba a reunir los dos conventos en uno solo, bajo la regla observante, con lo que quedaba libre el convento de San Antonio el Real que sería destinado a las clarisas de la disciplina observante. Pero hay otras iniciativas en las que las fuentes nos informan que Arias Dávila intervino activamente, como la visita que hizo al convento de Santa Clara de Tordesillas, tras la cual depuso a su visitador, Francisco de Bobadilla.
En su papel como administrador y político ya hemos apuntado que desde muy joven había sido designado oidor de la Audiencia regia y miembro del Consejo Real, cargos para los que sin duda estaba muy capacitado por su formación académica. Entre otros cometidos, en noviembre de 1484 los Reyes Católicos ordenaron al obispo hacer una visita, acompañado por el doctor de Ávila, a la Audiencia y Chancillería de Valladolid, la máxima instancia judicial ordinaria del reino, cuyo funcionamiento los reyes consideraban defectuoso. En otras ocasiones le encomendaban la resolución y fallo de causas concretas, por sí solo o en unión de otros miembros del Consejo, como cuando al año siguiente le encargaron resolver el enfrentamiento que tenían partidarios y detractores de la reforma en el monasterio cisterciense de San Pedro de la Espina; o cuando en unión de Juan Arias del Villar, su sucesor en la diócesis segoviana, fue comisionado para reformar la Universidad de Salamanca; y al año siguiente la de Valladolid.
Anteriormente, después de su expulsión de Segovia, cuando adoptó el partido de los Reyes Católicos, el obispo se ocupó también de facilitar en Turégano, villa cercana a Segovia cuyo castillo había restaurado, una residencia ocasional para Fernando el Católico, que se sentía allí más seguro que en Segovia, y cuyo hospedaje utilizó en varios momentos de especial relieve. En Turégano también, el obispo ejecutó la falsa bula de dispensa de consanguinidad, necesaria para el matrimonio de los Reyes Católicos y sin la cual este no hubiera podido celebrarse.
Ya hemos indicado el carácter humanista que nuestro obispo supo imprimir a todas sus actuaciones y el mecenazgo que impulsó en la ciudad de Segovia. D. Juan se preocupó siempre por mantener el decoro, e incluso el esplendor, de la catedral, primer templo de la diócesis. Esta, de traza románica, se hallaba entonces situada frente al alcázar y estaba dotada de una torre que hacía de baluarte defensivo contra las frecuentes intimidaciones de los ocupantes de la fortaleza. Las revueltas y enfrentamientos entre las dos instituciones a menudo acababan afectando a la fábrica de la catedral y sus anejos, el palacio episcopal y el claustro, que ya en tiempos de D. Juan se hallaban en un estado deplorable. En sus proyectos de mejora y ornato de estos símbolos de representación, empezó por edificar un nuevo palacio episcopal que se elevó al otro lado de la catedral, frontero al arco llamado de la canonjía. Aunque estas casas episcopales habían sido sufragadas con bienes de su fortuna personal, el obispo donó este palacio a la iglesia segoviana en julio de 1472, justificando su construcción en el estado ruinoso en que se encontraba la obra anterior por los incendios y demoliciones que habían provocado los ataques de Andrés Cabrera, alcaide del alcázar. Posteriormente se encargargó de levantar un claustro nuevo contando para ello con aportaciones del rey Enrique IV, del cabildo catedralicio y de su propio peculio personal, encargando de las obras al arquitecto bretón Juan Guas, uno de los más brillantes exponentes del gótico tardío, que luego elevaría para los Reyes Católicos el convento de San Juan de los Reyes de Toledo, el Palacio del Infantado de Guadalajara, para los Mendoza, y tantas otras obras de mérito. Este claustro es el que todavía se haya adosado a la catedral nueva pues, al levantarse esta, se trasladó piedra a piedra a su nueva ubicación.
Entre sus obras de mecenazgo, esta promoción de Juan Guas es sin duda una de las más interesantes por la proyección que tuvo este arquitecto y escultor posteriormente. También es posible que fuera Juan Guas quien llevara a cabo la reforma del castillo de Turégano, cuya fábrica estaba en ruinas cuando el obispo accedió a la mitra segoviana y que ya restaurado le acogería durante los años de destierro de su ciudad natal.
La menos conocida de sus actividades de promoción cultural es la fundación del Estudio de Segovia, donde se había de enseñar gramática, lógica y filosofía moral. Aunque existe constancia documental de su existencia, pues Enrique IV le concedió un privilegio de 38.000 maravedíes al año para su manutención, privilegio que luego sería confirmado por los Reyes Católicos y por la Reina Juana, apenas han quedado rastros documentales de su labor. El obispo de Segovia ejerció la superintendencia del centro y quizá por ello trasladó a Segovia a Juan Párix, para dotar de libros de texto al Estudio. La falta de continuidad en Segovia, tanto del Estudio como de la imprenta, quizá tenga algo que ver, además de los tiempos convulsos que enmarcaron estas iniciativas, con la ausencia del obispo de su sede durante los últimos años del reinado de Enrique IV. Aunque, en el caso de la imprenta, la marcha de Párix a Toulouse pudo guardar relación con la edición en su imprenta de los Commentaria in Symbolum Athanasii “Quicumque vult” y la persecución de que estaba siendo objeto Pedro de Osma, su autor, por considerar que algunas de sus tesis se desviaban de la sana doctrina. No obstante, era lógico que Arias Dávila encomendase a Pedro de Osma una obra para su Estudio, pues ambos habían sido colegiales de San Bartolomé y buenos amigos. Además, Osma había impartido sus enseñanzas en Salamanca desde 1458 y ya había recibido del obispo otro encargo sobre el pecado original y el actual.
Además de su actividad pública, D. Juan tuvo que atender a varios frentes en su vida familiar pues, muerto su hermano primogénito, Pedro, en la conquista de Madrid para los Reyes Católicos, él quedó como figura de mayor relieve en el ámbito familiar, y encargado de ejercer la tutela de sus sobrinos, además de velar por su promoción. Así vemos que en septiembre de 1486 concedió licencia a su sobrino Alonso Arias, colegial en el Estudio de París, para que pudiera ocupar cualquier dignidad eclesiástica una vez cumplidos los veinte años. Para corroborarlo le hizo provisión del arcedianato de Sepúlveda en la diócesis segoviana.
Unos años después intervino en el acuerdo matrimonial entre Pedrarias Dávila, su sobrino y heredero de su mayorazgo, con Isabel de Bobadilla, hija de Francisco de Bobadilla, hermano de Beatriz de Bobadilla, la amiga de Isabel la Católica casada con Andrés Cabrera. Esta alianza pudo suponer para las dos familias enfrentadas, la de los Cabrera-Bobadilla y la de los Arias Dávila, la firma de una paz definitiva para superar los enfrentamientos entre los dos linajes por la supremacía en la ciudad de Segovia. Las capitulaciones matrimoniales están firmadas por el obispo y Francisco de Bobadilla y, aunque el matrimonio debió pasar por algún altibajo, llegó a buen puerto y se proyectó hacia el futuro pues el archivo conserva documentación muy amistosa cruzada entre los condes de Chinchón y los de Puñonrostro, herederos de ambos linajes. También es posible que no fuera ajena a esta componenda Isabel la Católica, pues en las capitulaciones se habla de unas cantidades que habría de pagar la reina en concepto de dote.
ACP (PU 117-14c): Capitulaciones matrimoniales para los desposorios que han de contraer Pedrarias Dávila e Isabel de Bobadilla (16 febrero 1490)